GRANDES REPORTAJES El viaje de Zapatero Cuando ganó las elecciones hace dos años era un enigma. Hoy es una realidad. Se encuentra en el ecuador de su legislatura y ante el reto histórico de poner fin a ETA. Su lema: no decepcionar al ciudadano. El escritor fue su sombra durante tres días clave. Así ve al presidente del GobiernoJUAN JOSÉ MILLAS
EL PAIS SEMANAL - 23-07-2006
Aquel día nos despertamos con la revelación de que los intereses de Zapatero coincidían punto por punto con los de ETA. Así apareció en los periódicos, que citaban fuentes del PP cuyos líderes confirmaron y amplificaron la noticia a través de las emisoras de radio, mientras desayunábamos. La revelación funcionó a la manera de un Apocalipsis de bolsillo que alivió la contrariedad de que el mundo, pese a ser el 6-06-06, no se hubiera acabado. El fin del mundo tiene un extraordinario tirón electoral que había venido explotando en régimen de monopolio el PP. Lo normal, pues, es que ofreciera algo a cambio. Y ahí estaba: Zapatero y ETA eran siameses.
Todos pensamos que el Gobierno, tras este descubrimiento escandaloso, se iría al carajo. Inconcebiblemente, no ocurrió nada, en parte porque el fin del mundo no es lo que era y en parte porque España no existía. Así lo había asegurado también Rajoy unos días antes sin que nadie le prestara atención. “Este hombre”, dijo refiriéndose a Zapatero, “ha borrado a España del mapa”. Y no la había borrado de cualquier manera, sino con la minuciosidad de un psicópata, desmembrándola región a región y escondiendo sus extremidades en la nevera, para devorarlas poco a poco.
No era todo: un columnista, apenas unos días antes de la fecha del fin del mundo, había escrito que la capacidad de Zapatero para el Mal (así, con mayúscula) carecía de límites; otro, que era un tontiloco al que atribuía sin embargo poderes especiales para acabar él solo con el Estado de derecho. Uno más lo comparó con Harry Potter, asegurando que vivía, junto a su mujer e hijas, rodeado de búhos. Alguien nos advirtió de que sus formas suaves ocultaban a un lobo sediento de sangre. Un profesor, no recordamos ahora mismo de qué materia, lo describiría como “un hombre resentido, simulador, visceral, con obsesiones políticamente inconfesables”. Rajoy, solo o en compañía de otros, había dicho de él una y otra vez que era un inconsistente,
un tonto,
un inútil,
un bobo,
un incapaz,
un acomplejado,
un cobarde,
un prepotente,
un mentiroso,
un inestable,
un desleal,
un perezoso,
un pardillo,
un irresponsable,
un revanchista,
un débil,
un arcángel,
un sectario,
un radical,
un chisgarabís,
un maniobrero,
un indecente,
un loco,
un hooligan,
un propagandista,
un visionario,
un chapucero,
un excéntrico,
un disimulador,
un estafador,
un agitador,
un fracasado,
un triturador constitucional,
un malabarista,
un mendigo de treguas,
un traidor a los muertos…
Había asegurado que no tenía programa, que no tenía equipo, que no tenía proyecto, que no tenía ideas, que no tenía agallas (el buen gusto le impedía añadir que no tenía pilila). Pese a tantas y tan graves carencias, se le atribuían empeños heroicos, como el de pretender ganar la Guerra Civil con setenta años de retraso.
El domingo anterior a este martes negro, una caricatura del diario El Mundo mostraba a Zapatero regando una planta (la de la paz) con las aguas fecales procedentes de una manguera que salía de una alcantarilla. La manguera estaba dibujada de tal forma que parecía al mismo tiempo la cola de una rata estratégicamente colocada en el cuerpo del presidente del Gobierno. Se sugería así que reinaba en las cloacas, como uno de los más célebres enemigos de Batman y de Robín. “Este presidente”, escribía un catedrático en Abc, “adolece de una inanidad intelectual indisimulable, casi espectacular”. Álex Vidal-Quadras, en La Razón, le atribuía el empeño de “resucitar el clima cainita de la II República”. Santos Juliá escribía en EL PAÍS: “Hay que mirar muy atrás para encontrar un presidente de pensamiento tan débil, pero tan rebosante de lo que, a falta de mejor definición, acostumbramos a llamar instinto de poder”. José García Abad atribuía a Felipe González la siguiente frase, referida a Zapatero: “Éste sigue con su idea… Que no pasa nada… Que no pasa nada… Y se nos cae el invento. Está loco…”.
Si tuviéramos que hacer una relación de los calificativos (con frecuencia contradictorios) aplicados a José Luis Rodríguez Zapatero desde diferentes sectores y a lo largo de estos dos años de Gobierno, necesitaríamos un volumen de la Espasa. Y ello sin contabilizar los lanzados desde las manifestaciones de la derecha que salió a la calle en varias ocasiones, unas a favor del matrimonio (cuya destrucción, junto a España y el Estado de derecho, era uno de los objetivos de Zapatero); otras, a favor de Dios (que, increíblemente, estaba perdiendo la batalla también frente a este individuo de formas educadas), y, otras, en contra de su política antiterrorista, pues llevábamos ya tres años sin muertos, dos de los cuales se podían imputar, evidentemente, a su gestión. Asimismo, durante este periodo se había derogado una norma no escrita, dictada por Aznar y aceptada por las fuerzas políticas y la ciudadanía, según la cual el responsable de un crimen era el criminal. Ahora, si alguien lanzaba un cóctel molotov contra un cajero automático, el responsable era, indefectiblemente, Zapatero. En cuanto a los comunicados de la banda, gozaban también, al contrario de lo que ocurría en otras épocas, de más credibilidad que los del Gobierno. Si el 11-M se calificaba de miserables a quienes creían a Otegi en vez de al ministro del Interior, ahora los miserables eran quienes creían al ministro del Interior en vez de a Otegi. Lo que decían ETA o Batasuna iba a misa. Y, hablando de misas, hasta los obispos, que no se habían manifestado jamás, nunca, por nada, pese a las imperfecciones del mundo, abandonaron ostentóreamente (cortesía de Gil y Gil) sus palacios y tomaron las calles con sus gafas de sol para rasgarse las vestiduras frente a las cámaras de la tele.
Entre unos y otros, habían convertido a Zapatero en un superhéroe inverso, en un canalla, si ustedes quieren, pero un canalla con cualidades sobrenaturales contra el que no habían aparecido un Batman, un Supermán, ni siquiera un Hombre Araña capaz de hacerle frente. Las fuerzas del bien, representadas por Rajoy, Acebes y Zaplana (tres flojos), sólo podían rezar el rosario y encargar novenas frente a una población que parecía anestesiada. Tanto era así que Zapatero ni siquiera necesitó defenderse de la evidencia de haberse puesto al servicio de ETA. Más aún, ordenó a su gente que no respondiera a aquella imputación que, de ser cierta, constituiría un delito de colaboración con banda armada.
Cuando la tarde del 6-06-06 Rajoy anunció en el Congreso que daba por rotas las relaciones con el Gobierno de España, España, España, el presidente del Gobierno subió a la tribuna de oradores y le respondió con educación, con cortesía, con amabilidad, invitándole una y otra vez a sumarse al resto de la Cámara para terminar con la violencia. Por no responder, Zapatero no respondió ni a Esperanza Aguirre, que ese mismo día le echó en cara que aún no hubiera pedido perdón por los “Gulag” de Stalin. Zapatero le podía haber contestado que Manuel Fraga, felizmente reinsertado sin haber pedido perdón por sus crímenes, fue uno de los colaboradores más activos de la banda armada de Franco antes de presidir el PP. En lugar de eso, calló y ordenó a los suyos tender puentes con el adversario. Al día siguiente, un José Blanco lívido, si se me permite la redundancia, pedía públicamente disculpas al PP si se le había ofendido en algo.
Un hombre del que se afirmaba simultáneamente que era listo y tonto, grande y pequeño, alto y bajo, ingenuo y malicioso, bondadoso y perverso, vanidoso y humilde, calculador y visceral, etcétera, era, literariamente hablando, un mito. Y con la actitud sobrecogida del que espera a un mito le aguardaba yo la mañana del domingo 21 de mayo en el helipuerto del palacio de la Moncloa, para acompañarle a Barakaldo, donde daría un mitin. Aunque habían anunciado que las temperaturas a mediodía serían altas, ahora hacía un fresco que combatíamos frotándonos las manos mientras íbamos de un lado a otro de la pista. En esto, apareció un coche con los cristales ahumados del que descendió un individuo normalmente constituido, con expresión de sueño. Al darle la mano, observé que se había dejado al afeitarse tres o cuatro pelillos de difícil acceso debajo de la nariz y que tenía un pequeño derrame en el ojo derecho. Costaba creer que se tratara de José Luis Rodríguez Zapatero, pues no se advertía en él ningún atributo sobrenatural. O sea, que mucho ruido y pocas nueces.
Aunque, para ruido, el que había dentro del helicóptero de las Fuerzas Armadas que nos trasladó a Torrejón, donde tomaríamos una aeronave. El viaje desde Moncloa a la base aérea apenas dura 10 minutos, pero resultan inolvidables por el estruendo de las aspas y también por el olor a gasolina, que coloca mucho, una cosa por otra. Le pregunté a Zapatero si el helicóptero de Bush sería tan agresivo y me dijo que no estaba seguro, pero que creía que no. Luego fingimos mantener una conversación, pues aunque ni yo le oía a él ni él a mí, sonreíamos mucho y asentíamos sin parar como cuando hablas con alguien cuyo idioma no entiendes y no te atreves a decírselo. De vez en cuando, mirábamos por la ventanilla. Madrid tenía el aire característico de un domingo por la mañana, sin tráfico, sin humo, sin nervios: un mundo de café con leche y periódicos desplegados sobre las mesas de las primeras terrazas veraniegas. Le pregunté qué iba a decir en Barakaldo, donde los socialistas celebraban el Día de la Rosa, y me dijo que iba a dar un par de titulares.
–Ya he aprendido a dar titulares –añadió con ironía–. Al principio creía que bastaba con dar ideas. Pero me decían que no, que había que dar titulares.
De modo que él se dedicó a lo suyo y yo a lo mío. Pero tuvo más éxito él en lo suyo que yo en lo mío, pues triunfó en el mitin, donde la gente se mató a aplaudirle, y logró ser cabecera de todos los telediarios. Yo, en cambio, no di con ningún signo que delatara su alianza con los poderes infernales. Y después de triunfar, en vez de quedarse a comer con los amigotes, volvió a casa, para pasar el resto del domingo en familia. Todo muy decepcionante, incluido el discurso con el que arrebató los aplausos, en el que no insultó a nadie ni se cagó en nada ni ridiculizó a sus adversarios. Recordó con emoción a los muertos, dijo que los valientes son los que usan la palabra, pues sólo el miedo recurre a la fuerza, y tras lanzar un mensaje de esperanza a los asistentes, asegurándoles que lo iban a conseguir, que iban a ver el final de la violencia, anunció que a lo largo del mes de junio acudiría al Congreso para anunciar el principio de los contactos con ETA. Todo en un tono muy civilizado, muy reflexivo, asegurando que la fórmula para obtener resultados era una combinación de paciencia democrática más valentía.
Ya en el avión, durante el viaje de vuelta, decidí meter el dedo en una zona de su biografía sobre la que sabemos poco. Rodríguez Zapatero fue diputado por León durante 20 años. Eso quiere decir que pasaba prácticamente la mitad de la semana en Madrid, completamente solo, alejado de su familia y sin nadie que le controlara. Era como vivir una vida dentro de otra. Sabemos a lo que se dedicaba en la vida de afuera. ¿Pero en la de dentro? ¿Adónde iba por las tardes, al salir del Congreso? ¿Qué hacía al llegar al apartamento o al hotel? ¿Qué libros había en su mesilla? ¿Qué pensaba cuando se despertaba en medio de la noche y durante una fracción de segundo no sabía si estaba aquí o allí? ¿Cómo imaginaba que sería el resto de su vida? ¿Cómo, el resto de la nuestra? La historia de la literatura está llena de individuos que en situaciones semejantes se aficionan al satanismo, al bricolaje, a los burdeles o a la investigación sobre el movimiento continuo. Convencido aún de encontrarme frente a un mito, me dio por imaginar que durante aquellos años le había ocurrido algo esencial que explicaría, de un lado, la existencia de sus superpoderes, y, de otro, el hecho de que los dedicara a la propagación del mal.
Pero me quitó la idea de la cabeza enseguida. Dijo que no le había ocurrido nada esencial durante aquellos años. Había llegado a Madrid, desde León, con lo esencial puesto. Añadió que paraba siempre en hoteles, porque la idea del apartamento le desagradaba, y que su dedicación al Parlamento era tal que no le quedaba tiempo para otra cosa. No era un diputado conocido, pero sí reconocido, pues echaba muchas horas en el despacho y trabajaba bien, según los cronistas parlamentarios de la época. Cuando salía, era, por lo general, de noche, y o bien se iba a cenar con los compañeros o bien se metía en un cine de la Gran Vía. Al salir del cine, entraba en el VIPS, tomaba algo y compraba la prensa del día siguiente, con la que se iba al hotel como un niño con zapatos nuevos. Recuerda, el de leer la prensa del día siguiente antes de acostarse, como uno de los grandes placeres de la época.
Intenté extraer alguna conclusión sobre esta afición a sacar unas horas de ventaja a sus contemporáneos, pero tampoco me ayudó. En vez de alimentar el mito, como Dios manda, se empeñaba en destruirlo, comportándose como un sujeto normal. Así las cosas, la conversación comenzó a languidecer. Me pareció, sin embargo, que miraba por la ventanilla del avión con expresión nostálgica, como si se acordara de algo perdido o muerto. Se trataba de una expresión que ya le había visto en el coche oficial. Estuvo de acuerdo conmigo en que echaba de menos aquellos días en los que podía caminar solo por la calle, un placer del que no había vuelto a disfrutar desde que ganara el congreso de su partido. Tal vez, cuando se asomaba al mundo por la ventanilla, contemplaba una versión de sí en la que continuaba siendo un desconocido que compraba la prensa del día siguiente en VIPS. Tal vez se veía saliendo del cine, caminando, Gran Vía abajo, hacia uno de los hoteles –el Prado, el Suecia, el Carlton, el Inglés– que entonces frecuentaba. Tal vez se imaginaba entrando en la habitación, quitándose la chaqueta y la corbata. Podemos verlo sentado en el borde de la cama, telefoneando a su mujer, para ver cómo estaba todo por León. Dice que sí, que llamaba mucho a su mujer, varias veces al día. Por lo demás, no le molestaba estar solo. Siempre ha apreciado un cierto grado de soledad.
El avión de las Fuerzas Armadas en el que viajábamos tenía, pese a sus comodidades, un aire un poco cuartelero. Las almendras y la cerveza que nos sirvieron sabían a cantina. No se puede ganar una cosa (ni las elecciones) sin perder otra. Se lo comenté a Zapatero y me dijo que la vida era así, una curiosa mezcla entre la nostalgia y la esperanza.
–Cuando nació mi hija mayor, por ejemplo, yo estaba asistiendo al declive de mi partido. Una cosa muere y nace otra. Un primo carnal mío, al que mi padre quería mucho, murió a los nueve años, cuando yo estaba a punto de nacer. Y mi madre falleció cuando tomaba las riendas del partido. La muerte y la vida van juntas. Siempre es así. Sentí mucho lo de mi madre porque nadie, como ella, habría disfrutado tanto de esta época. Yo era su ojito derecho –añadió riéndose con un punto de malicia.
Nos despedimos en Moncloa, después de otra sobredosis de gasolina y ruido, y yo me fui a casa completamente decepcionado. No había conseguido ver al diablo ni al arcángel ni al brujo ni al psicópata que, de acuerdo con mi documentación, habitaban sucesiva o simultáneamente en el cuerpo de ese hombre. Pero sí había dado titulares, pues también los periódicos del día siguiente abrieron con sus palabras en el mitin de Barakaldo.
José Luis Rodríguez Zapatero lleva dos años gobernando, pero parece que lleva quince debido a la velocidad diabólica (nunca mejor dicho) que ha impreso a su legislatura. Trabaja con la tenacidad de un aficionado al bricolaje y llega con el destornillador a todas partes. A la rapidez con la que cumplió la promesa de traer las tropas de Irak, se sumó la creación de un Consejo de Ministros paritario desde el que ha sacado adelante la ley contra la violencia de género, la de igualdad, la de matrimonios homosexuales, la de dependencia, la del tabaco, la de reproducción asistida… Éstas son algunas de las más conocidas, porque afectan a la vida cotidiana de grandes colectivos y han acaparado la atención de los medios. Pero también en lo aparentemente pequeño se percibe la actividad del destornillador. Así, durante este tiempo se ha suprimido la tartamudez como causa de exclusión en el acceso al empleo público; se ha incrementado en un 30% la inserción laboral de personas con discapacidad; se ha aprobado la ley que reconoce la lengua de signos (una antiquísima reivindicación del colectivo de sordos) y la de asistencia gratuita jurídica a personas con discapacidad. Ha mejorado la ley del divorcio (ya no es necesario que haya un culpable)… De entre sus perversas pasiones, la de la igualdad es la que más le obsesiona y a la que más tiempo dedica.
Lo curioso, con todo, no es que Zapatero dé la impresión de gobernar desde hace quince años, sino que Rajoy parece que lleva treinta años en la oposición. Y al día siguiente de haber perdido el último debate sobre el estado de la nación parecía que llevaba treinta y uno. Ni los propios socialistas comprendían muy bien qué le había ocurrido al que pasa por ser el mejor orador de la Cámara. La justificación más extendida era que Rajoy había perdido por negarse a hablar de terrorismo. Pero esa justificación resultaba terrible, pues confirmaba la idea, muy extendida, de que si al PP le quitas ETA se queda sin discurso.
El 31 de mayo, segunda jornada del debate sobre el estado de la nación, conseguí un pase especial para moverme a mis anchas por el Congreso. A las nueve en punto me encontraba en la tribuna de invitados. Miré hacia abajo y no vi a nadie, excepto a Zapatero y a María Teresa Fernández de la Vega, recién duchados y planchados los dos. Enseguida apareció Marín y tres o cuatro parlamentarios más. Poco a poco, la marea subió y a eso de las once había media entrada.
El segundo día del debate carece del morbo del primero, pero es excelente para apreciar el estado de ánimo de los grupos. La Cámara tiene la forma de un vaso en cuyo borde superior se encuentra la tribuna de invitados. Lo que se veía al mirar hacia abajo desde ese borde eran los restos del naufragio del grupo parlamentario popular. Los escasos asistentes de esa formación flotaban a la deriva entre un desolado mar de sillas. Recordé un verso de Virgilio, en La Eneida: “Aparent rari in gurgite vasto” (aparecen pocos náufragos en el vasto mar). Al mediodía entró en escena Rajoy, braceando penosamente hacia su escaño, que se había convertido en un resto de la embarcación con el que mantenerse a flote. Mientras el orador de turno hablaba, algunos de los que habían naufragado con él se acercaban nadando al pecio del dirigente popular e intercambiaban algunas palabras antes de regresar a su pedazo de madera.
Leyendo los periódicos, te dabas cuenta de que lo único que había hecho Zapatero para ganar el debate había sido poner enfrente de Rajoy un espejo. A cada crítica del dirigente popular, Zapatero le había respondido recordándole lo que hizo el PP, cuando gobernaba, en esa materia. Finalmente, le dio la puntilla con una frase capicúa muy apropiada para las vísperas de un Apocalipsis fallido: “Es usted, señor Rajoy, un profeta del desastre, pero un desastre como profeta”. Punto y aparte.
Tras echar una cabezada en mi silla de la tribuna de invitados (un periodista de La Vanguardia me pilló y lo publicó en su crónica), poco antes de la hora de la comida me acerqué a la zona del Gobierno, colándome en el despacho del presidente sin pedir permiso, a ver qué pasaba. No pasó nada. Lo encontré tomándose unas almendras con coca-cola en vez de sorprenderlo esnifando una raya de coca. Cogí una almendra del platillo, para analizarla más tarde, y le pregunté sagazmente cómo se encontraba (no lo puedo remediar, soy un tipo incisivo). Me dijo que el debate sobre el estado de la nación era un poco agotador, como jugar dos partidos de fútbol seguidos, pero se sentía en forma. Le pregunté entonces cómo se explicaba el costalazo de Rajoy y me dijo que un debate de esas características no se pierde o se gana porque tengas una buena o una mala tarde, sino porque hayas entrenado durante todo el año.
–Y Rajoy –añadió– ha venido sin entrenar. Se pasó el primer año de oposición hablando del 11-M y llegó al segundo sin respiración, y muy averiado respecto al Estatuto catalán. Su problema, ahora se ha visto, es que sólo tenía una oportunidad y se la ha jugado a la desesperada. En política las cosas no pasan porque sí. La política tiene una lógica aplastante. Se ha caído porque se tenía que caer.
En ese momento le llevaron la comida, y, aunque no me pidió que me marchara, lo hice por iniciativa propia, para aflojar un poco la presión y que se confiara. Tarde o temprano lo descubriría metiéndose un pico de heroína o hablando con Luzbel. Pasaban de las dos de la tarde y a las cuatro comenzaba de nuevo el debate. Pero no me fui lejos. Salí al pasillo y estuve merodeando por los alrededores del despacho, a la espera de alguna señal. Todo el mundo, excepto las secretarias del presidente, que pidieron unos bocadillos, se había ido a comer. No había moros en la costa, con perdón. En esto, escuché la voz de Zapatero, a través de la puerta del despacho que daba al pasillo. Hablaba por teléfono con alguien. Pegué el oído, convencido de que le iba a sorprender pactando con Josu Ternera el modo en que el Gobierno entregaría las armas a ETA, pero estaba resolviendo un asunto doméstico, algo relacionado con sus hijas. Me sorprendió que un tipo empeñado en acabar con la familia tuviera aquellas preocupaciones, pero lo cierto es que ya empezaba a dudar de todo.
Por la tarde, cuando terminó el debate sobre el estado de la nación, lo acompañé a Moncloa. Esa noche daba una entrevista en directo para un programa muy conocido de la televisión catalana. Su equipo estaba preocupado, pues podía ser el remate a dos días demasiado intensos. Pero no pasó nada. Zapatero llegó, se dio una ducha, se fotografió con las maquilladoras, habló por el móvil (es un vicioso del móvil), dio la entrevista, y aquí paz y después gloria.
Tras despedirlo a la puerta de su casa, un coche me llevó a la mía. En la radio había una tertulia de periodistas. Escuchándolos, daba la impresión de que quien había ganado el debate había sido Rajoy. Como tengo complejo de inferioridad, estuve a punto de dudar de mis sentidos. Al llegar a casa, en vez de acostarme, entré en Internet y revisé atentamente los titulares de la prensa de ese día y del anterior, advirtiendo de súbito la falta de apoyos mediáticos de Zapatero. Los periódicos de la derecha apoyaban sin excepción a Rajoy, intentando rebajar la magnitud de su descalabro, cuando no negándola, pero no había uno sólo que aplaudiera la actuación de Zapatero. Comparado con Aznar, que, además de manipular sin rubor los medios públicos, creó con el dinero de todos los españoles un gigantesco grupo mediático a su servicio, Zapatero se encontraba, desde el punto de vista mediático, desnudo. En parte, por voluntad propia, pues ni siquiera había intentado utilizar los medios públicos, como si no los quisiera o no diera importancia a su influencia. Esto puede chocar con una idea muy instalada según la cual hay una prensa que es mera correa de transmisión de sus iniciativas, pero basta repasar con cierta objetividad los titulares de estos dos años, así como los artículos de opinión, para comprobar lo que decimos. Hay, desde luego, unos medios que están más cerca de los planteamientos del PSOE que de los del PP, pero la figura de Zapatero no goza, ni de lejos, de los favores de los que gozó en su día Felipe González ni de los que disfrutó Aznar.
Pensé: Zapatero pertenece a una generación cuyos hermanos mayores forman parte de la del 68, caracterizada por ser una generación tapón. La generación del 68 siempre ha mirado con cierta displicencia a la del 80, cuyos componentes no se habían tenido que enfrentar al franquismo, no habían sufrido la clandestinidad, no habían leído los mismos libros (quizá ni siquiera habían leído). La gente del 80, desde el punto de vista de la gente del 68, eran unos flojos. No estaban politizados, no eran agresivos, pedían las cosas por favor y, en vez de asesinar a sus hermanos mayores, los habían observado siempre con admiración. Se me ocurrió que quizá la indiferencia, cuando no la hostilidad, con la que Zapatero era tratado en los mismos medios que tanto habían protegido a González se explicaba en términos generacionales, y llamé a José Andrés Torres Mora para comentárselo.
José Andrés Torres Mora es sociólogo y diputado del PSOE por Málaga. Pertenece a la generación de Zapatero y fue su jefe de gabinete desde que accedió a la secretaría general del PSOE hasta que ganó las elecciones. Su despacho, que se encontraba al lado del de Rodríguez Zapatero, estaba lleno de libros de teoría política. Si pasabas por allí, salías con tres o cuatro manuales de republicanismo debajo del brazo. Torres Mora habla como si hubiera alguien durmiendo, en un murmullo. Al principio ni le escuchas porque te parece mentira que de unas maneras tan sosegadas pueda salir algo medianamente agudo. Pero si prestas un poco de atención, resulta que pronuncia una o dos frases afiladas por minuto. Me confirmó, desde la sociología, que las dificultades de Zapatero con los medios se explicaban en clave generacional.
–La generación de Felipe González –añadió– tiene un gran relato sobre sí misma, un relato épico. Nosotros somos una generación sin relato. Más aún: nuestra generación no hace relato, no relata, no escribimos, no hay cosas nuestras. No estuvimos detenidos, no conocimos el mayo del 68, no contribuimos a construir una democracia que apreciábamos, pero en la que no había sitio para nosotros, pues cuando intentamos irnos de casa, no había un mercado laboral en el que refugiarnos. No podíamos ser ciudadanos porque no se puede ser ciudadano en casa. Se es ciudadano en la calle, en el trabajo, en el ágora, en el Parlamento. Sin embargo, y como dijo Zapatero en su día, nuestra lengua materna es la democracia. Por eso entendemos a la generación de Felipe mejor que ella a la nuestra. Nosotros, para salir adelante, nos hemos tenido que mover en ángulo ciego de la sociedad. Adelantamos a Bono en el congreso del PSOE por ese lado, lo mismo que a Aznar. Ni Bono ni Aznar se lo podían creer, porque ni nos habían visto llegar. Y no necesitamos a los medios como los necesitaron Felipe o Aznar porque nosotros conectamos con el ciudadano gracias a la fuerza que nos da creer en lo que decimos. Esa fuerza nos conecta con el mundo. En ese sentido, Zapatero inauguró una tendencia nueva cuando hizo, desde la oposición, su primer debate sobre el estado de la nación. En vez de dirigirse a los periodistas, se dirigió a los ciudadanos. El resultado fue que los periódicos dijeron al día siguiente que había perdido el debate. A los pocos días, la encuesta del CIS lo dio como ganador. ¿Por qué se equivocaron los medios? Porque estaban en manos de una generación que no le entendía. Nosotros creemos en las palabras que decimos; esto nuestro no es un experimento de laboratorio, sino una convicción. En ese sentido, la generación de Felipe fue una generación antipolítica, muy pragmática, pero antipolítica. Les estamos muy agradecidos porque modernizaron España y nos colocaron en Europa. Pusieron las bases para convertir a este país en lo que es. Pero eran antipolíticos en el sentido de que tendían a separar el pensamiento de la acción. Separar el pensamiento de la acción significa que unos piensan y que otros actúan, y los que piensan no hablan con los que actúan, no hay diálogo. Eso equivale a expulsar el pensamiento democrático con la coartada de que hay una verdad política preexistente al debate. Nosotros creemos que la realidad social es el punto de partida y que el acuerdo es el punto de llegada. Somos una generación de políticos porque estamos convencidos de que las decisiones mejoran cuanto mayor es la obligación pública de explicarlas. Creemos que hay que devolver el poder al demos, al pueblo, y eso los ciudadanos lo perciben sin necesidad de grandes estrategias de comunicación. Lo que hace fuerte a Zapatero es su apoyo social. Conecta con la gente, no con los medios. De otro lado, nosotros hemos sido con la generación de nuestros mayores más generosos que ella con nosotros. Tenemos en el Gobierno a María Teresa Fernández de la Vega, a Rubalcaba, a Solbes. Y tuvimos a Bono…
Mi siguiente cita con Zapatero era el domingo 4 de junio (estaba empeñado en hacerme trabajar los domingos). Le acompañaría a Lleida, donde participaría en un mitin a favor del sí en el referéndum sobre el Estatuto catalán. Zapatero estaba ilusionado con ese viaje porque iríamos en el AVE de Cascos, un tren de alta velocidad paradójico (va despacio).
–Cuando viajo de una ciudad a otra, siempre veo las cosas desde el helicóptero o desde el avión –me dijo–. El AVE me permitirá verlas al nivel de suelo.
Se equivocaba: nada más entrar en el vagón lo condujeron a un departamento con aspecto de caja fuerte en el que los asientos estaban colocados de espaldas a las ventanillas.
–Siempre impidiendo que vea usted la realidad –le dije.
–Así son las cosas –respondió resignado, abriendo un periódico.
A mí me venía bien aquella especie de caja fuerte porque no le permitiría distraerse con el paisaje. Aunque el departamento estaba preparado para cuatro personas, íbamos él y yo solos, uno enfrente del otro. Es muy difícil quedarse a solas con un presidente de Gobierno. Ahora es la mía, pensé observándole los tobillos, para ver si tenía pies de cabra, uno de los síntomas que delatan la presencia del diablo. Pero advertí, pese al filtro de los calcetines, que los tenía normalmente conformados. Por lo demás, estaba alegre, descansado, bromeando sobre sí mismo con aciertos surrealistas.
–Hoy me he levantado delgado –dijo– porque ayer nadé mucho y cené poco.
Como no había manera de que se comportara como un mito para darme una satisfacción y resolverme de paso el reportaje, le pregunté cómo se defendía del proceso de mitificación al que estaba siendo sometido por sus adversarios, pero también por la gente más cercana a él, que lo adoraba. Me dijo que no corría ningún peligro de creerse las exageraciones de los amigos ni las de los enemigos, que eso les ocurría a los que tenían más pasión por el poder que por la política.
–Pero mi pasión –añadió– es la política, no el poder.
–¿Eso explica también su relación con los medios? –le pregunté tras hacerle partícipe de mis conclusiones (y de las de Torres Mora).
–En parte, sí. Los medios son una forma de hacer política desde el poder, porque quieren poder, pero no quieren transformar la sociedad. ¿Tienen los medios alguna vocación transformadora, de cambio? Tiene mucho más afán de cambio la ciudadanía. Por eso, yo trabajo cada día más pensando en los ciudadanos que en los periodistas, tanto en mi forma de actuar como en la de comunicar. Y esto constituye un acto de fe democrática. La fe en la democracia informa cada acto de mi vida. La idea es que mandan los ciudadanos. En mi campaña electoral dije varias veces que me proponía quitar poder a los poderosos y entregárselo a los ciudadanos, y a eso es a lo que me dedico. El único poder que tiene el 90% de los ciudadanos es su voto, cada cuatro años. Los poderosos, en cambio, votan todos los días. Y esta convicción hay que llevarla a todas partes. Te voy a poner un ejemplo muy claro, el de la energía nuclear, que va a provocar un debate muy importante. En nuestro programa, que coincidía con un deseo muy fuerte de la ciudadanía, se incluía la reducción de centrales. Ya hemos cerrado una. Es evidente que hay problemas de energía, y que quizá aumenten por el precio del petróleo. Pues bien, nosotros, en ese contexto, vamos a hacer un calendario de cierre de centrales. Esto va a generar mucha polémica porque la mayoría política, estoy seguro, va a apostar por la energía nuclear. La energía nuclear es la respuesta sencilla. Yo, sin embargo, creo que hay que hacer crecer las energías alternativas. Y eso, cuando lo haces por convicción, trasciende, con independencia de lo que digan los medios. Los ciudadanos desconfían con razón de la energía nuclear porque no está resuelta la seguridad ni está resuelto el problema de los residuos. Además, una cultura que contempla un límite a la energía nuclear es una cultura que pone freno también a los proyectos militares. No sólo tenemos Irán como problema. Hay otros países que van a caer en esa tentación. Siempre se empieza con fines civiles y de ahí se pasa a los militares.
Al hablar, inclina el cuerpo hacia mí e invade con frecuencia mi burbuja. Cuando algo de lo que dice le entusiasma, me golpea la rodilla, para subrayarlo. En las pausas, echa el cuerpo hacia atrás, hasta alcanzar el límite del respaldo y desde allí me observa como el pintor observa una pincelada de su cuadro. Más que hablar al interlocutor, lo utiliza como un lienzo sobre el que dibuja apasionadamente sus ideas. Da la impresión de que puede ver el efecto que han producido dentro de su cabeza. Después de valorar ese efecto, adelanta otra vez los brazos y el cuerpo hacia el oyente, rompe de nuevo su burbuja, le mira francamente a los ojos y vuelve a la carga poniendo más convicción o más matices o más datos, todo ello en función de unos cálculos que ha llevado a cabo mientras te observaba. No se advierte en él ninguna afectación, ninguna reserva, ninguna distancia. A los diez minutos te olvidas de que estás hablando con el presidente del Gobierno.
–Yo –está diciendo ahora– procuro cumplir cada día mi compromiso con los ciudadanos porque eso es lo único que me preocupa. De hecho, el grado de cumplimiento de nuestro programa, cuando termine la legislatura, va a ser espectacular. Ya lo es a dos años vista. Quizá el grado de reconocimiento de los medios no esté a la altura del grado de cumplimiento, pero a mí me parece bien que sea así, porque no estamos aquí para que los medios nos halaguen, sino para cumplir el mandato de los ciudadanos. A veces, en el Consejo, algún ministro se queja de que los telediarios de TVE no nos tratan bien. Y yo les digo que hemos ganado las elecciones para esto, para que los telediarios de la televisión pública sean, al fin, independientes. Si quieres que te traten mejor, hazlo mejor. A mí las satisfacciones más grandes no me las producen los aplausos, sino el hecho de ver a los demás felices. Un hombre en el poder no es un hombre en su destino. Lo que importa es el destino del país al que sirve. En eso consiste la visión republicana de la vida. La norma es muy sencilla: austeridad con uno mismo y generosidad con los demás.
Al observar que está El Mundo entre los periódicos que acaba de hojear, le pregunto si no le ha molestado la caricatura citada más arriba, en la que se le tacha de rata de albañal.
–En absoluto. Estas cosas no me llegan –asegura sonriendo–. Y cuanto más alejadas están de la realidad, menos me llegan.
–¿Qué le llega entonces? ¿Qué le emociona?
–Me emocionan, por ejemplo, los subsaharianos. El problema de la inmigración ocupa mucho mi pensamiento porque vivo respecto a él en una contradicción absoluta. Sé que no podemos dejarles pasar, pero mi deseo sería ofrecerles trabajo a todos. Y tenemos que encontrar fórmulas para resolver eso. También me preocupa mucho la generación de los llamados mileuristas. Por eso, al debate sobre el estado de la nación llevé una serie de medidas dirigidas a estas personas. Un país tan rico como España ha de tener a esta generación, que representa el arranque del siglo XXI, absolutamente comprometida con el proyecto político del futuro. Dentro de quince años serán ellos lo que tengan que cambiar el país, y no será posible si no les hemos hecho sentir afecto por lo público. Hoy tienen poco afecto porque, perteneciendo a una generación mejor formada que la mía, encuentran dificultades para salir a la vida. Y el problema no es que tengan que esperar cinco o seis años para acceder a un piso, que lo es y estamos trabajando en ello, el problema es que nosotros no nos podemos permitir el lujo de que las ideas con las que esa generación va a cambiar el mundo lleguen a la sociedad con cinco o seis años de retraso. Me gustaría que esa generación estuviese tan politizada como lo estuve yo. Yo sentía tanta pasión por la política como por mi mujer. Creía tanto en ella como en mi mujer. Yo sentí que la democracia del 78 estaba hecha para mi generación, para mí, que voy a pasar, al contrario de mi padre, el 80% de mi vida en democracia. Yo soy la primera generación que ha disfrutado de España. Tenía 16 años cuando las primeras elecciones. Iba con mi hermano por León repartiendo propaganda de izquierdas porque teníamos la impresión de habernos ligado a la chica más guapa del mundo, que era la democracia. Y esa creencia nos salvó. Por eso considero tan importante que esta otra generación sienta también afecto por lo público, que crea en la política, en la democracia.
–¿Y lo está consiguiendo?
–Claro que sí. De hecho, en las próximas elecciones el voto joven va a ser decisivo.
–Por cierto que, hablando de su hermano, con el que repartía propaganda, creo que tanto él como su padre estaban más a la izquierda que usted.
–Mi hermano era del PC, y muy activo, y mi padre había colaborado con el PC en la clandestinidad. Recuerdo que en mi casa había una multicopista de esas. ¿Cómo se llamaban?
–¿Vietnamitas?
–Eso es, una vietnamita. Pero mi padre ya votó al PSOE en el 77. Marx es un extraordinario pensador y un excelente analista del capitalismo. Pero le falta reflexión sobre la democracia. El monopolio económico produce efectos negativos. El origen de la izquierda se encuentra en los valores de la Revolución Francesa, que es una revolución ciudadana porque se enfrenta a quienes en esos momentos monopolizan el poder: la nobleza y el campesinado. De ahí salen todos los valores de la izquierda. Lo malo es que habitualmente se piensa más en términos de poder que de democracia. Quienes piensan que al poder se puede llegar de cualquier manera (a través de la lucha armada, por ejemplo) también piensan que se puede ejercer de cualquier manera. Y eso no puede ser. El Muro de Berlín fue un argumento excelente para la derecha. Era tan bueno que Berlusconi todavía lo utilizó en las últimas elecciones. Ahora la derecha no tiene fantasmas con los que azuzarnos para ejercitar el poder. Por eso utiliza a Bin Laden. Pero nadie se cree que Bin Laden pueda debilitarnos tanto. No tiene el poder que había al otro lado del Muro. Lo que da fuerza a un proyecto democrático es la transparencia, la deliberación democrática, el debate. El poder tiene que tener todos los controles del mundo. Cuantos más controles tenga, mejor. Por eso puse tanto empeño en dar libertad a los medios públicos Ahora bien, yo creo que los medios deberían aportar más ideas de cambio. Aportan poco en esa dirección. Y se equivocan, porque un medio de comunicación puede dar muchas satisfacciones a los suyos, pero carecer de influencia social.
–Acaba de hacer frente al debate sobre el estado de la nación. Dentro de unos días se votará el Estatuto catalán. Además, ha asegurado que de un momento a otro anunciará en el Parlamento el inicio de los contacto con ETA. ¿No hay una concentración excesiva de asuntos capitales en muy poco tiempo?
–La política es el control de los tiempos. La política es tiempo, mucho más en una sociedad cuyo volumen de información al día es impresionante. Hay que pensar no sólo cómo dices las cosas, sino cuándo las dices. Siempre hay un margen aleatorio de error, siempre se corre algún riesgo, pero estamos aquí también para correr riesgos. Antes de ganar las elecciones, comenté con algunas personas que me iba a tocar la tarea de poner fin a ETA, no porque yo tuviera cualidades especiales o porque dispusiera de unos recursos que no hubiera descubierto nadie, sino porque era el tiempo de acabar con ETA. No gané el congreso de mi partido por ser José Luis Rodríguez Zapatero, sino porque había llegado el momento de los Zapateros. Pues bien, ahora ha llegado el momento de desatar este nudo. Si a esa certeza le pones unas gotas de sentido común y de intuición (y esto se da por descontado en una persona muy bregada políticamente como yo), lo normal es que las cosas salgan bien.
Cuando le recuerdo una idea muy extendida en determinados ambientes según la cual es más beneficioso (incluso electoralmente) mantener a ETA como una enfermedad crónica que intentar eliminarla, me dice que ese tipo de análisis pertenecen a aquellos que aman el poder por encima de la política y cuyo deseo es perpetuarse en el poder.
–Mi experiencia de estos dos años en el Gobierno –añade– es que el poder es un buscador incansable de excusas para demorar la solución de las tareas difíciles. Yo no estoy dispuesto a caer en ese vicio. Por eso tomo decisiones cuando creo que es el momento de tomarlas. Evalúo los riesgos y mido las consecuencias, desde luego, pero en esta evaluación jamás intervienen cálculos electoralistas. No te puedes imaginar hasta qué punto esos cálculos pueden retrasar las decisiones importantes. En el problema de ETA, si no hubiera elecciones dentro de dos años, estaríamos todos de acuerdo. Fíjate, por ejemplo, en el asunto de las pensiones. Yo llevo 20 años oyendo que no se pueden subir las pensiones porque el sistema no aguanta. Pues las hemos subido y no sólo aguanta, sino que mejora. Si se hubieran cumplido las profecías de los agoreros, el sistema de pensiones habría saltado a mediados de los noventa.
–¿Qué más ha aprendido durante estos dos años?
–He aprendido a estimar aún más a la ciudadanía común, en la que hay un verdadero afán de cambio, y a ignorar a los que justifican tanto. Y veo con ironía ese aire de superioridad que transmiten algunos como Rajoy: “Usted no sabe nada, usted es un insolvente, usted no tiene proyecto, ni equipo ni ideas…”. Me divierte. Mira, yo no estaba de acuerdo con Aznar, pero Aznar tenía un proyecto político. Rajoy es como el recuelo del café. Es un hombre de hace 30 años, incluso del siglo XIX. ¿No te lo imaginas perfectamente en el casino, pasando la tarde?
Cuando llegamos a Lleida, un colaborador se acerca a él y le dice que tiene que bajarse el último del tren.
–Siempre me tengo que bajar el último o el primero, pero aún no he averiguado de qué depende –me confía con expresión divertida.
A pie de vagón le están esperando Montilla, Maragall y las autoridades locales. Tras los saludos de rigor, la comitiva se dirige a una sala de la estación habilitada para un pequeño ágape. Antes de llegar a la sala, aún en pleno andén, Zapatero ve entre el público a un grupo de limpiadoras a las que se acerca, rompiendo el circuito establecido. Son ocho o diez chicas a las que besa y con las que bromea unos instantes antes de preguntar cuántas de ellas son catalanas. Sólo hay dos. El resto son inmigrantes. Zapatero registra el dato y continúa el recorrido.
Dedicó gran parte del mitin a los jóvenes, a los mileuristas de los que me había hablado en el tren. Dijo que ellos gobernarían mejor que él porque entenderían su tiempo mejor que él. En contra de la tentación, tan extendida, de vaticinar que con uno se acaba el mundo, Zapatero asegura siempre que lo mejor está por llegar.
Ese día regresamos a Madrid en avión, desde Zaragoza. Después de que nos sirvieron las almendras y la cerveza cuarteleras, le dije si pensaba a veces en el día que dejara de gobernar y si no le daba miedo salir mal de La Moncloa, lo que parece que es, hasta ahora, el destino de todos los que han pasado por ella.
–Lo peor –bromeó– no es cómo salen, sino en lo que se convierten después.
Enseguida, cambiando de gesto, como diciendo ahora en serio, añadió:
–Soy psicológicamente muy distinto a Aznar o a Felipe González. Me veo, una vez que termine esta etapa, tranquilo, trabajando para el Consejo de Estado, ayudando en lo que pueda y, sobre todo, dando algunas clases a los alumnos de Políticas, para decirles la verdad sobre este mundo. No me veo opinando ni intentando dar clases a mi sucesor de cómo se es presidente. Los ex presidentes creen que hay que enseñar a ser presidente, lo cual en democracia es absurdo. Hay que aprender a ser presidente, pero no se enseña a serlo. Además, lo que se aprende sin estudiar no se olvida.
Cuando estamos llegando a Madrid, me pregunta si es muy difícil escribir un reportaje. Le miro con desconfianza, dando por supuesto que se trata de una pregunta retórica, pero él pone un gesto de estar a la escucha que me conmueve, de modo que empiezo a mostrarle mi cocina. Cuando llevo un rato hablando, me doy cuenta de lo absurdo de la situación, pero él continúa prestándome una atención desmesurada. Así que le explico cómo reúno los materiales, cómo los articulo, cómo intento ponerlos al servicio del sentido… Todo ello con una sensación insoportable de cazador cazado.
Zapatero ganó el debate sobre el estado de la nación celebrado los días 30 y 31 de mayo. Según la encuestas del CIS, a la pregunta de quién cree usted que ganó el debate, el 50,2% de los encuestados respondió que Zapatero, frente al 14,3%, que atribuyó la victoria a Rajoy. Una goleada que los medios no reflejaron al día siguiente ni de lejos. El 18 de junio, el pueblo catalán dio al Estatuto un sí abrumadoramente mayoritario con una participación escasa, aunque superior a las de otras consultas de este tipo. Y el 29 de junio, por fin, Zapatero anunció en el Congreso el comienzo de las conversaciones con ETA. No le cabía en la cabeza, me había dicho, que hubiera una fuerza política que no quisiera participar en este esfuerzo por acabar con la violencia. No podía entenderlo y siempre tuvo la esperanza de recuperar a Rajoy. Por ello demoró el anuncio, aunque lo llevó a cabo dentro del mes de junio, como había prometido el día de nuestro primer encuentro, en el mitin de Barakaldo. Para no subrayar la soledad de Rajoy en aquel momento histórico, hizo el anuncio en una comparecencia ante la prensa, en vez de en el hemiciclo, y ordenó a su gente que no hiciera una sola crítica al jefe de la oposición ni al PP. Era jueves, día de pleno parlamentario.
–Qué va usted a hacer ahora? –le pregunté al acabar la conferencia de prensa.
–Irme al pleno a trabajar, es un día cualquiera.
Se fue al pleno, se sentó en su sitio y logró de este modo impregnar de cotidianidad un hecho histórico. En apenas cinco semanas había resuelto tres asuntos que podía haber sacado adelante en dos legislaturas sin que nadie se lo reprochara.
José Luis Rodríguez Zapatero se encuentra en medio de la legislatura y en la mitad de su vida. Le apasiona su trabajo, tiene una vida familiar apacible y un optimismo sin límites sobre las posibilidades del país en el que le ha tocado vivir. En los aviones y en los trenes en los que viaja se sigue respirando el mismo ambiente informal que hace dos años, cuando llegó al poder. La gente del equipo está atenta a sus responsabilidades, pero jamás se la ve tensa.
–Soy –me diría para explicarme cómo logra crear esa atmósfera– el presidente de la democracia que menos distancia ha marcado con sus subordinados. Soy poco jerárquico, lo que a veces puede parecer anárquico. Nunca he echado a nadie una bronca, jamás. Cuando algo no me gusta, me callo. Esa es la máxima reacción de disgusto que me permito. Es fundamental que la gente se encuentre bien, que sienta que reconoces su trabajo y sabes lo que hace. Me cuentan las cosas tres y cuatro veces, porque yo recibo información por vías muy distintas. Jamás le he dicho a un colaborador que ya sé lo que me quiere contar.
Cuando hace dos años ganó las elecciones, decíamos de él que era un enigma. Hoy, en muchos ambientes (también fuera de España), es un mito. Entre el enigma y el mito, oculto o protegido por ambos, cabalga un hombre de izquierdas, excepcionalmente dotado para la política (que no para el poder) y empeñado en cumplir el punto más importante de su programa electoral: no decepcionar a los votantes. A la hora de cerrar estás líneas, y según la última encuesta del instituto Opina, Zapatero sacaba 20 puntos de ventaja a Rajoy en valoración ciudadana. Y una parte significativa de los votantes del PP aseguraba preferir que ganara el PSOE. Pero Rajoy continuaba predicando el fin del mundo con una pasión que evidenciaba su deseo de que sucediera, pues sólo en un escenario apocalíptico podía germinar su mensaje.
Continuará…
25 julio, 2006
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